A unos 15 kilómetros de la frontera, en el centro de Cúcuta, los niños sueltan la mano de sus madres para correr a saludar a las cuidadoras que los esperan, como cada día, con un abrazo y el desayuno en la mesa. Ni la lluvia logra cambiar la rutina de los cien niños que desde enero hacen parte del segundo centro de Mi vecino protector en la capital nortesantandereana. En esta sede, la mayoría de los pequeños son hijos de migrantes que trabajan como vendedores ambulantes. De ahí la importancia de brindar esta atención a los niños, al menos durante ocho horas, para que no permanezcan en las calles ni queden al cuidado de extraños.