Las autoridades de Costa Rica y Panamá confiscan los pasaportes y celulares de los migrantes, les niegan el acceso a asistencia jurídica y los trasladan entre puestos remotos mientras lidian con la logística de un flujo migratorio que, de pronto, circula a la inversa.
Las restricciones y la falta de transparencia suscitan las críticas de observadores de derechos humanos y provocan respuestas cada vez más tensas por parte de los funcionarios, que sostienen que sus acciones buscan proteger a los migrantes de los traficantes de personas.
Ambos países han recibido cientos de deportados de distintos países enviados por Washington mientras el gobierno del presidente Donald Trump intenta acelerar las expulsiones. Al mismo tiempo, millas de migrantes rechazados en Estados Unidos han comenzado a dirigirse hacia el sur a través de Centroamérica: Panamá reportó 2.200 entradas en febrero.
La situación refleja la política migratoria actual estadounidense, señaló Harold Villegas-Román, profesor de ciencias políticas y experto en refugiados de la Universidad de Costa Rica. Según Villegas-Román, el foco no está en los derechos humanos, sino en el control y la seguridad.