Alejandro llegó a Ciudad de México como tantos otros migrantes, huyendo de una realidad que le asfixiaba. Como tantos otros, a su llegada le recibió la cara más violenta de México. Bastaron cuatro horas para reducir su ilusión de una vida mejor a una mucho menos ambiciosa: conservar la vida. Fue secuestrado en el aeropuerto de la capital por aquellos que le habían prometido, justamente, una posibilidad de futuro. En menos de lo que se tarda un turista en salir del edificio, el joven venezolano fue raptado y entregado a una pandilla de sicarios que actuaban en nombre de un tal Mencho.