Suben a las lanchas en grupos de doce, cargando niños en brazos y bolsas negras con sus pertenencias, en un rincón del Caribe colombiano, entre la selva y un mar turquesa, una de las puertas de entrada a Suramérica, la tierra que abandonaron y a la que ahora se ven forzados a regresar.
Desde la llegada de Trump, más de 14.000 personas —sobre todo venezolanas— han tomado rumbo al sur en un fenómeno conocido como «flujo inverso», evitando cruzar a pie el tapón del Darién, una selva sin ley en la frontera entre Colombia y Panamá, una de las travesías más peligrosas del mundo.
En febrero, una niña venezolana de ocho años murió ahogada al naufragar el bote en el que viajaba con otras veinte personas.
Desde Panamá, algunos migrantes toman la ruta por el océano Pacífico hacia Buenaventura, pero la mayoría, salta de playa en playa por el mar Caribe hasta La Miel, último extremo panameño antes de entrar a Colombia.
En La Miel, EFE vio a decenas de migrantes desembarcando, escoltados por militares, hasta el inicio de un sendero de escaleras resbaladizas que conecta con Sapzurro, el primer caserío colombiano, accesible solo por mar o a pie.
El paso rápido por Sapzurro obedece al temor de los habitantes de que el flujo inverso ahuyente el turismo, su principal sustento. Hoy ven pasar entre 50 y 150 migrantes diarios.