Cuando hablamos de migración, solemos pensar en números: cuántas personas salen de un país, cuántas entran, cuántas se están trasladando de un lugar a otro. Al concentrarnos en las cifras, perdemos de vista lo esencial: detrás de esos números hay seres humanos con sueños, capacidades, desafíos y necesidades, que muchas veces se ven forzados a dejarlo todo en sus países de origen en busca de seguridad y un futuro mejor para sus familias.
Las personas que se movilizan con ese impulso desesperado, con frecuencia se encuentran en situaciones de gran vulnerabilidad. En sus países se enfrentan a violencia, pobreza extrema y falta de oportunidades laborales, y muchas veces no tienen acceso a servicios y derechos básicos, como salud, alimentos suficientes o educación. En esas circunstancias, las vías regulares para migrar suelen ser limitadas, costosas o exigen trámites largos y complejos que no corresponden con la urgencia de su realidad.
Ante estas barreras, recurren a rutas informales, aún sabiendo que el camino es riesgoso e incierto. Durante el tránsito, su vulnerabilidad aumenta, al exponerse a nuevos tipos de violencia, trata de personas, robos o explotación.
A diferencia de los movimientos regulares, que se registran en aeropuertos, puertos o puntos de control fronterizo, la migración irregular se da fuera de los registros oficiales. Las personas atraviesan fronteras por rutas alternativas, se desplazan en la noche y evitan cualquier contacto institucional por temor a ser deportadas, detenidas o estigmatizadas. Esta realidad hace que medir la migración irregular sea un verdadero desafío.